«El llamado a misionar» [Mateo 9:36-38]

Mateo 9:36-38 RV1960

Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.

Doy gracias al Señor por la oportunidad de compartir su palabra maravillosa. Ustedes no se imaginan cuánto lloro antes de hablar, para no quebrarme aquí, porque la palabra de Dios toca el corazón, transforma la mente y cambia nuestras vidas. ¡Qué tremendo amor el del Señor! Él no esperó que fuéramos buenos, porque no hay nada bueno en nosotros sin Él. Nos eligió con nuestras mañitas, con nuestras debilidades, con nuestro enojo fácil, y nos miró con misericordia. Dios transforma a personas que se han equivocado profundamente, desde aquel ladrón que colgó con Él en la cruz, hasta hombres y mujeres de hoy que han hecho daño. Pero Él nos ve como hijos, como ese padre que ama tanto al hijo obediente como al desobediente, porque el amor de Dios no se basa en nuestro mérito, sino en su gracia.

Y esa gracia la vi desde pequeña, cuando viví en Isla de Pascua. A los seis o siete años, mientras mi papá trabajaba como marino, fui testigo del sufrimiento de los leprosos, gente desfigurada, abandonada, pero también vi a una monja alemana que servía con una ternura inmensa. Ella vivía entre ellos, los cuidaba, los abrigaba, les daba dignidad. Y eso es misionar. Ahí entendí que el servicio cristiano no es cómodo, pero es poderoso. Recuerdo que en esa isla éramos los únicos evangélicos, pero Dios me mostró que su amor se manifiesta donde menos lo esperamos, incluso entre quienes el mundo desecha.

El llamado misionero no es fácil. Muchas veces sentimos temor, desánimo o desinterés. Yo misma quise ir a Rusia en mis años jóvenes, estudié algunas palabras en ruso, y cuando surgió la oportunidad de participar en cruzadas internacionales, me emocioné. Pero con el conflicto actual, me llené de prejuicios y miedo. Me pregunté, ¿cómo voy a ir allá? Pero el Señor me hizo ver que Él ama a todos por igual. Si Él te llama, debes ir, aunque te toque comer hamburguesas de mosquitos en Ecuador, porque eso también es parte del sacrificio de servir. Y si una sola alma se salva, todo ha valido la pena.

Les quiero contar una historia real. Un misionero norteamericano llegó a una iglesia diminuta en Costa Rica, donde solo había una anciana. Predicó con desánimo, pero ella aceptó al Señor. Años después, volvió y esa iglesia era enorme. Esa mujer había ganado a sus doce hijos, sus nietos, y toda una ciudad conocía a Cristo por ese acto de obediencia. A veces creemos que no servimos, pero si Dios decide usar a un anciano, a una mujer sencilla, ¡obedezcamos! Porque Él tiene un propósito poderoso.

La palabra dice en 2 Corintios 9:6-8:

“El que siembra escasamente, escasamente segará; y el que siembra generosamente, generosamente segará. Cada uno dé como propuso en su corazón, no con tristeza ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.”

Qué fuerte es cuando leemos esta palabra como espejo. Me veo y lloro, porque me doy cuenta de mis fallas. Y aun así, el Señor nos dice: “Buen siervo fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré.

Hoy en día, hay quienes solo quieren tener más, sin importarles el prójimo. Pienso en la gente de Lota, donde mi hijo Blas fue, y conoció historias de trabajadores que vivían casi en esclavitud. Nacían y morían en el mismo lugar, sin esperanzas. Pero llegó Cristo a sus corazones, antes que en muchas ciudades. Y no fue por casualidad, fue porque alguien obedeció. Porque alguien dejó todo por ir y predicar.

Y eso está ocurriendo hoy. ¿Han oído lo que pasa en Holanda? Un joven comenzó a predicar en las calles, y cayó sobre los universitarios una presencia de amor tan fuerte que no podían mantenerse en pie. ¡Jóvenes llorando, postrados en el suelo! En pleno 2025. Uno solo se atrevió, y comenzó un avivamiento. Así como David enfrentó a Goliat, no por su fuerza sino por su fe, nosotros también podemos hacer cosas grandes cuando confiamos en el Señor.

Y aunque tengas dolor, enfermedad o tristeza, no dejes de hablar de Cristo. Él dice: “Yo soy tu fortaleza.” Anda, dile al mundo cuánto los amo. Él pagó un alto precio por cada uno. Y nos dio una orden: “Id y haced discípulos.” No es una opción, es un mandato. Como cuando uno manda al hijo al colegio: ¡vas o vas! Así es el llamado misionero. No esperes estar completamente listo. Dile al Señor como Isaías: “Heme aquí, envíame a mí.

Somos vasos de barro, pero en manos del Alfarero. Y a veces nos duele cuando nos rompe y nos vuelve a formar, pero ese dolor nos permite entender el sufrimiento de otros. Nos hace sensibles, compasivos, útiles.

No nos cansemos de sembrar. Cristo quiere ganar a todo Chile, desde Arica hasta la Antártida. Y quizás cuando el último diga: “Quiero servir a Cristo“, entonces Él vendrá. ¿Tú quieres que Él venga? Entonces ve y predica. Cuéntale a tus vecinos, a los niños, a tu familia. Como esa ancianita en Costa Rica que transformó una ciudad, tú puedes ser el inicio de un avivamiento.

Somos hijos de Dios. Él nos adoptó, pero ahora llevamos su ADN espiritual. Por eso sentimos urgencia, por eso arde en nosotros contar que Cristo salva, sana y da esperanza. No se trata de números ni de orgullo. No digas: “Yo traje a este hermano.” Di: “Cristo usó este vaso de barro para alcanzar a otro.” Que cuando Él venga, nos lleve juntos a su Reino.

Quiero dejar un legado de fe. A mis hijas, a mis nietos. No quiero pasar por esta vida sin dejar huella. Y si por uno vale la pena dar la vida, entonces sea Su voluntad. Señor, enséñanos a amarte tanto que podamos amarnos unos a otros con todo el corazón.

Amén. Que el Señor nos bendiga.